VI

La viuda de Kersen trabajaba en el jardincito de detrás de su casa.

El edificio en que vivían no era de su propiedad. Pertenecía al mismo propietario de la casa Reiman. Por lo menos, así parecía, pues la casa se hallaba hipotecada por unos treinta mil marcos, que era aproximadamente la mitad de su valor.

La señora Kersen, para poder vivir, se había visto obligada a subarrendar parte de su casa; y con esto y un pequeño capital que heredara de sus padres, vivía honestamente.

Desde la llegada de su hermano el Cónsul Rasmussen, había procurado ella poner más orden en su casita. Él, como ya dijimos, no se había alojado en casa de su hermana, sino en un hotel de la ciudad; pero no había dejado de ir a verla todos los días. Solo los dos o tres últimos, no había ido por casa de su hermana.

La señora Kersen se había puesto un sombrero de alas anchas mientras trabajaba, para defenderse de los rayos solares, algo fuertes por la estación. Había estado ocupándose en limpiar los árboles, de orugas, y quería después hacer un ramo de flores para adornar su casa.

Su pensamiento la hizo recordar, mientras contemplaba las flores, la felicidad de otros días pasados y la apartó un momento de aquel lugar, cuando una suave voz que dejaba adivinar la juventud y la bondad, la hizo volver a la realidad.

—Madre, madrecita, ¿dónde estás?

La señora Kersen se sobresaltó un tanto y volviéndose en la dirección de que partía la voz, contestó:

—Ya voy, hijita; aquí estoy.

Y mientras así hablaba se encaminó al encuentro de su hija a mitad del camino.

El semblante de Elsa resplandecía de alegría.

—Mamá, he tenido una lección encantadora. Bernardo me ha descrito algo de España, las montañas de Cataluña, con tan vivos colores, que me parecía verlas;

sobre todo, Montserrat, con sus formas fantásticas que parece hayan sido modeladas por gigantes milenarios. Me han pintado también la ciudad de Barcelona con sus alrededores llenos de elegantes residencias y muy especialmente el Tibidabo.

Bernardo tiene un talento para contarme todas estas cosas, que realmente hace que las vea.

—Pero, hija mía, si Bernardo no ha salido jamás de Alemania...

—Sí, es verdad; pero Bernardo ha tenido, según me cuenta, largas conversaciones con mi tío, sobre esta Montaña, hasta que le ha propuesto un viaje a Cataluña.

Esta Montaña de Montserrat es la que aparece en la ópera de Parsifal, de Wagner, cuya partitura toco con más entusiasmo, desde que Bernardo me ha relatado la importancia de aquel Monte en la ópera. Además, tiene un íntimo amigo de aquel país que se lo ha descripto con todo el ardimiento de que es capaz un meridional y con el cariño de un patriota. Tú ya sabes la imaginación que tiene Bernardo y lo bien que se le quedan impresos todos los detalles. No te puedes figurar lo feliz que me hace Bernardo cuando me cuenta todas estas cosas. ¡Lástima que Bernardo no pueda estar aquí esta noche con mi tío! ¡Somos tan felices cuando estamos todos reunidos!

—No debes, querida mía, distraer tanto tiempo a Bernardo; ya sabes que se prepara para su examen. Esta reconvención dulce, la hizo la madre con amargura; ella también temía un corazón que lo comprendía todo...

Las atenciones para el hermano, habían distraído un tanto a la señora de Kersen, en las últimas semanas.

El Rosa-Cruz había recibido muchas invitaciones, ya de sociedades científicas, ya de casas de particulares.

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