XVI

La señora Reiman había esperado en vano la influencia del profesor Mertin acerca de su hijo, había regresado a la casa, con un humor peor que antes. Había logrado justamente lo contrario de lo que había querido. Si su hijo llegaba a enterarse por alguien del paso que ella había dado, tenía que producirse una tirantez entre ambos, que ya no tendría remedio. Y la situación podía ponerse peor aún, si su hijo era aprobado en los exámenes, pues en este caso, adquiriría una cierta independencia al titularse doctor Reiman.

En estos días Bernardo estaba muy raras veces en casa. Luchaban en su interior las ideas aprendidas de antaño y las enseñanzas nuevas que aportaba el Rosa-Cruz.

Había mucho de apegado, de aferrado, de encariñado, en la filosofía consoladora que recibió en los bancos de la escuela; y había, por otro lado, mucho que rayaba en lo fantástico, en lo que predicaba Rasmussen. Y, sin embargo, la lógica y la ciencia estaban de parte del último. Pero se estableció en su interior un divorcio de dos épocas: se desligaba el pasado del presente. Había momentos en que se sentía con impulsos de propagandista, de predicador.

—Yo no puedo quedarme contemplando tranquilamente, cómo va fermentando y ensanchándose en todas partes la mentira, y cómo va progresando siempre más —

decía. Y, con esta excusa, se lanzaba siempre a la calle. Había en él, y alrededor de él, un desasosiego que el comportamiento de los suyos aumentaba. La madrastra, al hablar con él, solo traía el eterno tema de Elsa.

Y aunque en el interior de la señora Reiman se levantaba un remolino que casi le paralizaba el corazón, ¿quién se interesaba por ello? Cada uno seguía solo su propio camino.

Llena de odio interior por esta causa, los ojos se le arrasaban en lágrimas. Furiosa, se ponía a patalear la suave alfombra. ¿A quién se debía que nadie, ni siquiera su marido, la comprendiera? No la quería comprender y solo tenía siempre reproches para con ella. A él le era completamente igual lo que atraía a su hijo hacia la ciega; y lo excusaba, y hasta alababa todo lo que ella, como madre, quería mantener lejos de él, por creerlo peligroso e inadecuado. Ella no pensaba en absoluto en la seriedad terrible de estos días; en que Bernardo estaba amenazado por la espada de Damocles, que iba a acabar con todos los proyectos para el porvenir, poniendo fin a cuanta discordia existiera en el seno de las familias. Tan vehemente era el odio que la dominaba, que todo lo demás le era completamente igual, no dándose cuenta de los grandes acontecimientos de esos días.

De pronto abrióse la puerta y Bernardo atravesó el umbral con la tez pálida como un muerto, sin poder proferir palabra. En sus brazos sentía aún la carga del cuerpo, extenuado hasta la muerte. Unos momentos más, y, ya su Elsa hubiera sido arrebatada de este mundo.

El no vio como su madre se le acercó con sonrisa amorosa y no notó el cuidado que por él sentía. Él veía tan solo el semblante, blanco como la cera, de Elsa, rodeado de su largo y chorreante cabello cual si fueran serpientes negras.

—¿Qué te pasa, Bernardo? Tienes un aspecto terrible. ¡Si hasta tienes fiebre! ¿Es que tienes miedo por los exámenes? ¡No faltaba más; con tus conocimientos...!

Pero, al acercarse más, se dio cuenta de que estaba totalmente mojado. —¿Qué ha pasado? —exclamo.

—Elsa ha sufrido un accidente. Yo la he sacado del río —exclamó confundido.

Y como su madre, asustada de lo que acababa de oír, le mirase sin proferir palabra, prosiguió:

—El médico no sabe todavía si quedará con vida, pues esta como muerta y casi sin respirar. ¡Ay, Dios mío! ¡Y yo probablemente tengo que partir y no podré verla más!

Al pronunciar estas palabras le saltaron las lágrimas y oscilante y agotado se dejó caer en la silla.

Era la primera vez, desde los años de su infancia, que ella veía llorar a su hijo, y esto a causa de una ciega, cuando al parecer de ella, toda persona cabal solo podía alegrarse de que hubiera una desgraciada así menos en el mundo.

Ella no comprendía a su hijo. Solo ahora se dio cuenta de hasta dónde había llegado el “entrampamiento” de parte de los Kersen. Y sintió como un gran alivio al ver que el destino venía en su ayuda.

Casi no podía dominar la alegría por lo ocurrido cuando dijo:

—¿Cómo puede afectarte esto de tal manera? Pues, si Elsa muriera, la señora Kersen se vería libre de una carga.

¿Era esta su madre, que tan inhumanamente le hablaba, sin sentimiento de ninguna clase? No, sólo ahora lo reconocía; así podía hablar únicamente una persona extraña, una madrastra. Pero ¿no sabía ella que Elsa formaba parte de su vida? ¿Que era por medio de Elsa, como quería llegar a ser maestro? ¿Uno de quien todo el mundo hablaría? ¿Y le decía entonces palabras tan inusitadas?

Se levantó indignado.

—¡Madre! —profirió entre dientes—. Si no fueras tú, te diría: “¡Qué vergüenza que exista una falta tal de sentimientos!”

Y enseguida se precipitó fuera del cuarto, sin proferir una sola palabra más. Tan solo oyó aún la carcajada penetrante de su madrastra. Pero las palabras se le perdieron.

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